¡Hola a todos! Esta semana vengo en forma de relato, que sé que os gustan. Muy pronto publicaré la reseña de Yo también te odio, novela de Joseba Iraola. Y, como ya adelanté ayer, otro nuevo escritor me ha mandado su novela para que la lea y os la muestre. Ya os contaré qué me parece. Muchas aventuras aún por descubrir. Os dejo con la historia de la tía Julia, espero que os guste. Espero vuestras críticas y comentarios.
EL BISTRÓ DEL LAGO
Como cada tarde, aquella dama paseaba hacia el lago sola. Posaba sobre la barandilla sus finas manos cubiertas por los guantes y miraba el horizonte ensimismada. Nunca pude saber lo que pensaba. Sabía que dialogaba con el agua estancada porque el leve movimiento la hacía sonreír. Parecía que la escuchaba. Era imposible dar por zanjados mis malos pensamientos. Todos habíamos escuchado miles de atrocidades de su vida en París, pero evitábamos hablar de ello.
Día tras día, observaba su belleza. Era increíble que a su edad pudiera mostrar una tez tan fresca y joven. Sus mejillas parecían simular orquídeas frescas recién cortadas. Esas orquídeas tan fuertes que tardan mucho en marchitarse. Caminaba erguida de regreso, con la mirada perdida en el infinito y con una sonrisa dibujada en sus finos labios rosados. Llegué a pensar que aquella dama era la imagen de la elegancia y la feminidad. No podía hablar de amor, pero mi obsesión por ella iba creciendo tanto que me hacía daño.
Aquella mañana la lluvia la pilló desprevenida. Para todos parecía una obviedad que de un momento a otro comenzara a derramarse el agua de las nubes. Ella, como cada tarde, se aproximó al lago para mantener su conversación silenciosa. Ignoró las primeras gotas, suaves y casi imperceptibles. Pero, poco a poco, la intensidad aumentó y tuvo que correr hacia el interior de nuestro pequeño bistró junto al lago.
Estaba casi vacío. Un par de mesas estaban ocupadas por viandantes. Yo era el único camarero en la sala en aquel momento. Observé cómo se sacudía las gotas de abrigo de paño sin quitarse aún los guantes. Después, se quitó uno a uno cada uno de los dedos y dejó sus guantes con cuidado sobre la mesa. Se desprendió también del sombrero con mucho mimo antes de sentarse. Postró su mirada ante la ventana. Respiré profundo y me acerqué a ella. Sentía que mi corazón latía vertiginosamente y temí quedarme sin palabras. Ella pronunció con dulzura en un francés casi perfecto: «un té verde», y parecían que aquello carecía de significado. No me miró. Como si aquel gesto de educación se tratara de una pérdida de tiempo. Evité decir nada, tampoco sonreír, no serviría de nada. Hice mi cometido como camarero y me retiré.
Pasaron luego muchos días hasta que volví a verla. Aquella tarde ya no llovía, por ello me sorprendió descubrirla sentada en la misma mesa. Parecía nerviosa. Sus dedos golpeaban la mesa como si de las teclas del teclado se tratasen. Volvía a ser yo el único camarero disponible. Esta vez no le pregunté qué quería, tan solo me limité a corroborar la idea de que volvería a pedirme un té verde. Afirmó dudosa mirándome, para mi sorpresa, fijamente a la cara. Cuando regresé con la taza de porcelana aprecié sus ojos vidriosos. Ella volvió a mirarme y me dijo: «Lo siento, perdóname». Yo no entendía nada y permanecí petrificado junto a ella. Noté que me había quedado mudo porque ni siquiera salían de mis labios unas palabras interrogativas por aquella extraña confesión. Deslizó un sobre la mesa para acerármelo y se fue deprisa, dejando la taza aún hirviendo sobre la mesa. Abrí el sobre y empecé a leer:
Soy incapaz de mirarte a la cara. Mi egoísmo y cobardía me han impedido siempre ocuparme de ti. Sé que lo que cuentan sobre mí es atroz, pero la realidad dista mucho de esas invenciones.
No entendí nada. Volví a mirar el dorso del sobre para asegurarme de que, efectivamente, aquellas palabras eran para mí. Lo guardé en uno de los bolsillos de mi chaqueta porque necesitaba tiempo para decidirme a terminar con aquella carta. Llegué a casa tarde, me descalcé y me recosté en la cama para acabar de leerla. Me temblaban las manos, mi corazón palpitaba demasiado deprisa, notaba la mirada borrosa. Tenía miedo.
Fabrizio era un hombre bueno. Y guapo. Muy guapo. Me enamoré de él nada más verle. Tengo que decir que casi me obsesioné por que me amara. Con el paso del tiempo me di cuenta que él no sería para mí. Quería a otra mujer con tanta fuerza que sería imposible romper ese amor. Esa otra mujer era mi hermana. Mi dulce hermana a la que yo adoraba. Me da pánico confesar que empecé a envidarla, a sentir rabia por que la quisiera a ella y a mí no. Se quedó embarazada demasiado pronto y Fabrizio desapareció de su vida. Aquello lo hizo un ser infame. Quise matarle cuando vino a verme, pero no lo hice. Lo juro y lo juraré ante cualquier tribunal. Fue él solo quien se quitó la vida tras mis palabras.
Tras el parto, mi hermana no pudo sobrevivir más de unas horas para disfrutar de su bebé y encomendarme un favor: que cuidara de su hijo para siempre. Pero yo no pude hacerlo. Lo dejé a la gloria de Dios implorando perdón por el mal que hacía, pero mis celos impedían que me ocupara de un niño que yo deseaba que hubiera sido mío.
Sé que mi hermana no me ha perdonado. Nunca ha entendido mi amor por Fabrizio. Y ahora, en los últimos días que me quedan de vida, tan solo me queda un consuelo: que tú si puedas perdonarme. Soy incapaz de mirarte a la cara porque eres el vivo retrato de tu padre. Pero, además, tus ojos que buscan mi mirada parecen devolverme el rencor que tu madre, mi hermana, me manda desde el cielo cada día, cada instante.
Te aprecia,
Tu tía Julia.
Temí volverme loco. Leí aquella carta una y otra vez antes de quedarme dormido. No podía creer que mi vida hubiese sido siempre una farsa, una mentira tras otra contada por aquellos que me he encontrado en el camino. Permanecí en el bistró día y noche esperando a que volviera a aparecer, pero no lo hizo durante semanas. Una tarde, cuando creí ya imposible volver a verla, la descubrí de nuevo hablando con el agua del lago. Seguía siendo tan bella y elegante, cauta, severa. Dejé el bistró y caminé hacia a ella sin saber qué iba a decirle. Cuando estuvo a su lado, fue ella quien tomó primero la palabra:
−Me muero, Francesco, el corazón se me apaga.
Fijó sus ojos húmedos sobre los míos. Buscaba aquel perdón, sin duda, pero yo necesitaba saber más. No podía aferrarme tan solo a las palabras de una carta. No me negó más explicaciones, más revelaciones sobre una vida que no había vivido. Por su culpa, por su rabia, por sus celos. Pasamos días sentados en la mesa, junto a la ventana, apoyados en aquel té verde caliente. Me contó lo que ocurrió en París, con todo lujo de detalles. Observábamos la lluvia tras los grandes ventanales y yo veía cómo se iban pudriendo las orquídeas de la zona ajardinada. Una tarde volvió a salir el sol, como si quisiera decirme algo. Miré las orquídeas y ya no tenían flores. Mi tía Julia se levantó con elegancia después de contarme una vez más sus lágrimas al dejarme en el orfanato. Se puso los guantes colocándose uno a uno los dedos. Me besó en la mejilla y salió del bistró. Se giró para sonreírme una vez más, pero yo supe que aquello fue ya una despedida para siempre.
amacrema
No hay comentarios:
Publicar un comentario