miércoles, 4 de febrero de 2015

LOS SANTOS DE OTOÑO

 Hacía mucho tiempo, tal vez demasiado, que no publicaba un relato original. Por eso creo que hoy es un día estupendo para romper esa mala racha. Se titula "Los santos de otoño", es un texto completo, por lo que no tiene continuación. Se trata de un momento exacto de la vida, un instante como otro cualquiera en el que, por alguna razón, te fijas con mayor detalle en las pequeñas cosas. Mezcla tradición y modernidad en una misma celebración que todos conocemos. Está basado en hechos reales, pero es un relato y eso lo convierte en ficción. Me gusta tomar elementos de la realidad para convertirlos en tema narrativo, pero una vez que me los apropio, me diverto jugando y transformando las realidades. Escribir te hace sentir un "dios", haciendo y deshaciendo a nuestro antojo el destino y futuro de nuestros personajes. Acepto todo tipo de críticas y comentarios.


Era imposible decirle que no. Es difícil negarse a una petición de ese calibre. Tan solo me quedé algo exhausta con la propuesta porque jamás me había planteado visitar aquel campo santo. ¡Qué egoísmo por mi parte! Me dijo que no tenía quién la llevara, que estaba lejos y que cada vez le costaba más caminar tantos kilómetros. Por ello, sin meditarlo, el treinta y uno de octubre me encontré visitando aquel que describen como «lugar de descanso». En esas fechas de tanto ajetreo un cementerio no tiene nada de tranquilo, sino todo lo contrario. Ese lugar apartado se convierte en un punto de peregrinación para todos los vecinos del pueblo. Es usual reencontrarse con caras conocidas o, incluso, la oportunidad de conocer a alguien resulta ser la adecuada.  

Además, esa fecha tan señalada en el calendario parece dar la bienvenida definitiva al aclamado otoño. Ya nadie va en manga corta, a pesar de que el sol siga presidiendo nuestras cabezas. La lluvia quiere volver como cada año a regarnos con su alegría. Los árboles se vuelven a quedar calvos y las hojas, aún postradas en el suelo, nos conforman una alfombra marrón para invitarnos a pasear por la estación. Se mezcla tradición con gastronomía exquisita. Es tarde de meriendas con buñuelos de vientos y castañas calientes. El frío parece arreciar por las calles del cementerio y, tras la visita al pasado, es entrañable compartir con la familia una merienda dulce y caliente.  

Me sorprendió muchísimo no encontrar ningún hueco para aparcar en un aparcamiento tan enorme. Un florestero hacía su agosto en la puerta aunque nosotras, al igual que otra mucha gente, llevábamos flores artificiales. Algo bien pensado en este puente lluvioso. Las flores son del campo, si las cortamos, se mueren. Apenas duran unos días apartadas de su naturaleza, pronto se marchitan y se pudren. En cambio, las artificiales pueden durar bellas y frescas hasta la eternidad. 

De camino a la tumba, mucha gente limpiaba las de sus familiares. Mayores, niños y no tan niños hacían cola para coger el agua con la que frotarían las losas tan manchadas por el paso del tiempo. Una mujer daba órdenes a sus hijos para empezar a limpiar. Un hombre dejaba flores blancas a la monumental tumba de su pobre esposa recientemente muerta por esa terrible enfermedad llamada «cáncer». ¡Maldito cáncer!

Al fin llegamos. Me coloqué frente a la piedra gris llena de recuerdos y de sentimientos. Tristes en principio, pero alegres por la larga vida que tuvieron. Miramos mi abuela y yo la tumba de su madre. E imagino que, bajo su cuerpo posiblemente ya desaparecido por el paso del tiempo, su marido reposa junto a ella hasta la eternidad. A su lado, descansan también sus padres, los abuelos de mi abuela, mis tatarabuelos. Se me pasan demasiadas cosas por la cabeza frente a aquella tumba. Es increíble que bajo aquel mármol frío y polvoriento estén los cuerpos de mis antepasados más recientes, mis orígenes, aquellos gracias a los cuales yo estoy en el mundo. Aguardo pensativa mientras mi abuela va a la fuente multitudinaria a coger agua para limpiar la tumba. Su tumba. Su «pisito» como ella lo llama. Es terrible pensarlo con tan solo veinticuatro años, pero no con setenta y cinco cuando sabes que el final está cerca, aunque no sepamos con certeza el cuándo. 

−Aún hay un hueco− me dice ella al volver con su trapo húmedo. 

Aquí es donde ella descansará para la posteridad. Yo me río:

−¡Abuela no digas esas cosas!

Pero tiene razón, a todos nos llegará el momento. Me río, pero preferiría llorar. La veía frotar esa cagada de pájaro que se había postrado sinvergüenzamente sobre el nombre de su padre, pero en algún momento será mi madre o seré yo quienes limpiemos esa asquerosa mierda. 

−¡Seremos vecinas!− le dice contenta a la mujer que limpia la tumba de al lado.

−No, yo aquí ya no quepo, iré a otro lado. Aquí va mi madre cuando muera, que ya está muy mala la pobre.

Yo no daba crédito a la conversación. ¡Hasta qué punto tan macabro llegamos los seres humanos! Por algo dicen que es mejor tomarse las cosas con alegría y humor que vivir tristes y amargados. Mi abuela había decidió tomárselo así. O tal vez es la triste idea del paso inevitable del tiempo.

En realidad ella tenía razón. La vida se va y cuando tienes una edad avanzada se ve cada vez más cerca. Parece que va llegando el final, o el comienzo de otra cosa; de la misma manera que se acerca un tren a una estación donde gente, cansada de aguardar, espera su inminente llegada. Poco a poco ese tren se va acercando, tranquilo, pausado, pero sin detenerse en la distancia más lejana. Y, cuando llega, no tenemos más remedio que montarnos y partir a nuestro destino. No somos inmortales, nadie es inmortal. A todos nos llega el momento y, aunque nadie sabe cuándo, las personas mayores sí son conscientes de su pronta llegada. 

Ellos ya están en esa estación, esperando. Y de lejos, comienzan a verse aquella luz que se acerca sigilosa desde el horizonte. Pero todavía no llega. Aún no. El tren siempre avanza con tranquilidad. Hay tiempo para llegar. No hay prisa. Saben que les queda tiempo suficiente para recoger sus cosas y despedirse de todos aquellos que le han acompañado hasta allí. Nosotros. Ellos. Todos. Pero cuando el tren llega, hay que montarse. No queda más remedio. Hay que asimilarlo. En aquel cementerio muchos habían partido ya en ese tren, otros esperaban su llegada y otros, como yo, observábamos todo aquello como lejano, ajeno. 

−¡Vamos a ver a la tía Inés y al tío Manuel!

Podía recordar quienes eran perfectamente. Al tío Manuel no lo había visto jamás, pero me habían hablado tanto de él que era como si hubiese podido compartir con él largas tardes de invierno. A la tía Inés sí. La recuerdo igual que a Clara, nuestra Clara, su hermana. Vestida de negro, siempre de negro. Apoyada de pie en la puerta de su casa, esperando a que entráramos y darnos unos dulces para merendar. Era igual que Clara, eran dos gotas de agua cansadas por la larga vida caminada, pero felices por haber podido compartir tantas cosas juntas. 

Mi madre siempre le recuerda a mi hermana que ella fue la última que habló con la tía Inés. Después de su conversación telefónica se cayó y ese fue su final. El mismo que el de Clara. Quería recordar esa anécdota porque mi hermana siente cierto respeto ante el hecho de haber sido la última persona que había hablado con la tía Inés. 

− ¿Dónde está tu abuela?

−    Con la tata en la habitación, ¿le digo que se ponga?

−    No hace falta hermosa, solo quería saber cómo estaba Clara.

−    No lo sé, creo que está malita, todos están con ella en la habitación. No me dejan entrar mucho. Aunque yo me cuelo para hablar con ella. 

Mi hermana tenía ocho años por aquel entonces. Era inocente, como cualquier niño a esa edad. Es maravillosa esa dulce inocencia que guardan los niños. Ojalá y pudiéramos mantenerla siempre. ¡Bendita inocencia infantil!

Continuamos el camino entre las calles del cementerio. Multitud de mujeres limpiaban las tumbas de sus antepasados con batas de colores o simplemente el chándal. Algunos niños aprovechaban el encuentro y jugaban sorteando tumbas riendo  y yendo de aquí para acá mientras ignoraban las regañinas de sus madres. Algún que otro hombre cargaba los bultos pesados de un lado para otro y portaban los cubos llenos de agua desde la fuente más cercana. Todo estaba lleno de flores. Allá donde miraras tan solo se veía color sobre fondos grises y blancos. Miré con detenimiento las majestuosas criptas de los más adinerados. Muchas de ellas con grandes cúmulos de polvo. Parecían estar olvidadas. 

−    Ya hemos llegado− explicó mi abuela deteniéndose frente a la losa de mármol. 

Aquella tumba tenía también flores de colores sobre los mensajes más entrañables: «Tu familia no te olvida»; «Fuiste el mejor esposo»; «Descansa en paz junto al amor de tu vida». Simples notas con grandes significados bajo los que pasarán tranquilos el resto de la eternidad. Permanecemos algunos momentos ante la gran caja de mármol. No puedo evitar girar sobre mí misma y observar la zona de las tumbas más antiguas. Algunas dejan ver sarcófagos pobres de madera y otras señalan con una simple cruz el lugar exacto del enterramiento. Dos mujeres limpian con fuerza una de esas cruces. Me entristece. No sé si las condiciones económicas de la familia no se pudieron permitir un enterramiento mejor. Aunque mi alma de literato me asegura que bajo aquel trozo de tierra descansa un antiguo antepasado suyo, aquel a quien ni siquiera conocieron. 

Seguimos el camino cogidas del brazo. Mi primera visita al cementerio la ha alegrado tanto que quiere enseñarme el lugar de descanso de todos mis familiares. Aprovecho la cercanía ante una de esas cruces y me aproximo a ver la fecha señalada: «1895». Trago saliva. Es increíble que bajo mis pies lleve tanto tiempo un cuerpo enterrado. Una persona que un día fue alguien en el pueblo. 

La tumba de una chica de veintiún años sorprende a todos. Les hace detenerse. Observar su fotografía y leen varias veces su nombre. «¡Es increíble!», dicen algunos. «¿Qué le pasaría?», se preguntan otros. La muerte sorprende tan solo antes de los sesenta y cinco, después, tan solo es un mero trámite. Nadie se acerca a la piedra y tras leer «ochenta y siete años» se conmueve. 

−    ¿Esto está así siempre?− pregunto a mi abuela de camino hacia la puerta.

−    No, suele estar muy tranquilo. Apenas hay nadie nunca.

−    ¿Y las flores? ¿Después de este día se van perdiendo y ya hasta el año que viene? –Siempre me ha perseguido una gran curiosidad. 

Las flores le daban a aquel lúgubre lugar, sin duda, un aspecto más alegre. Me giré por última vez ante la inmensidad del cementerio y volví a ver todo lleno de flores. Era una estampa hermosa.

−    Sí, eso sí. Siempre está todo lleno de flores.

Volvimos al coche saludando a todos los que se cruzaban con nosotras. Hicimos el viaje de vuelta recordando viejas anécdotas. Me contaba sus historias de infancia, los escasos recuerdos que aún tenía de su padre. Se reía de aquellas escenas que la hicieron feliz en el pasado. Yo me limitaba a escucharla y cuidar mi conducción por el camino de vuelta. Eran muchos los coches que íbamos y veníamos por aquel paseo lleno de enormes cipreses.
La dejé en su casa y vi cómo se bajaba con dificultad del coche. Se despidió de mí hasta el día siguiente y esperé, escuchando tranquila la música de la radio, a que entrar en el portal. Hice una parada obligada en la pastelería. 

−    Buñuelos de viento, por favor.

Aún se me había quedado una extraña sensación nostálgica en el cuerpo. Parecía que solo eran grandes cajas de mármol bien colocadas, alineadas y formando calles. Pero, verdad, bajo aquellas losas descansaban personas que un día tuvieron una vida, una familia, un amor y una historia que contar. 

Llegué a casa con una sensación extraña. Me encontraba entre la tristeza por los que un día estuvieron y ya no están, pero, sobre todo, me sentía orgullosa de haber acompañado a mi abuela. El hecho de haber ido con ella a visitar la tumba de sus padres me había hecho sentirme plena y gloriosa. 

Las risas y gritos de los niños desde la calle me hicieron acercarme a la ventana. Muchos de ellos correteaban felices disfrazados de brujas, de zombis y de fantasmas y llamaban a las casas pidiendo caramelos. Me parecía increíble cómo se estaba españolizando una tradición tan anglosajona como aquella. Había tenido una tarde de contrastes, sin lugar a dudas. 

Me retiré de la ventana y mis ojos decayeron en su imagen; la última fotografía en la que mi hermana y yo posamos junto a Clara, nuestra Clara. Tomé el portarretratos y los besé sabiendo que ella me devolvía aquel beso desde el cielo. 

África Crespo (amacrema)

2 comentarios:

  1. madre mía que nostálgico y que bonito, la verdad que es un tema del cual no nos gusta hablar por miedo o tristeza pero creo que llevas razón en todo lo que dices.

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    1. Me alegro de que te haya gustado, Carmen. Es cierto, es un tema que preferimos ocultar, pero las personas mayores saben que les queda cada vez menos. Creo que lo mejor es disfrutar de cada momento, como si fuera el último!! Un beso muy fuerte.

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