El otro día recuperé una afición que ya tenía olvidada. Se trata de la simple acción de enviar una carta por correo. Volví a sentir el olor a estanco, el sabor del sello cuando lo pegas en la parte derecha del sobre y meter aquella carta en el buzón. Esos bidones altos amarillos de los que ya quedan pocos. Recuerdo en mi adolescencia que mantenía el contacto con amigos lejanos a través de cartas y la ilusión que sentía cuando el cartero dejaba en mi buzón las respuestas en esos sobres de colores y llenos de dibujos.
Con el objetivo de no equivocarme, le pregunté a la estanquera si el sello se seguía pegando en la parte superior derecha. Ella sonriendo me respondió afirmativamente. «¡Cuánto tiempo hace que no mando un carta!» le dije para adornar mi ignorancia. La mujer me explicó que ya tan solo se mandan cartas las empresas para compartir algunos datos porque las que aún se reciben cada día en los hogares españoles son facturas que no necesitan sellos. «¡Es una lástima!» dijo ella. Y recordó los años en los que se utilizaba la correspondencia ordinaria para mandar las felicitaciones navideñas preciosas y muy elaboradas que tanta ilusión hacía recibir. Ahora ya solo se mandan tonterías a través de internet que empezamos a eliminar antes de verlas o leerlas.
Parece que las nuevas tecnologías están olvidando la tradición. Aunque no podemos negar que nos están ayudando mucho. El ordenador sustituyó a la máquina de escribir y parece que nadie la echa en falta. Ya no hay que usar corrector para tapar esa letra equivocada, basta con eliminar el texto erróneo y reescribir de nuevo. Podemos cambiar de color las letras, resaltarlas con negrita y jugar con los tipos de caracteres y su tamaño hasta cansarnos. Y qué decir del viejo cuaderno de escritor.
Aún hay algunos que confiesan que siguen escribiendo a mano, pero cuesta trabajo creerles sabiendo lo cómodo que se ha convertido un teclado de un ordenador portátil para escribir folios y folios en unas horas. O sino que se lo pregunten a Leopoldo Alas mientras escribía La Regenta o que le hubiesen ofrecido un cómodo teclado portátil a Cervantes para describir las aventuras de Don Quijote. Cierto es que ya no conservaremos manuscritos de los nuevos escritores, como aún se exponen en los mejores museos poemas escritos a mano por Bécquer o por Lorca. ¿Se expondrán los viejos ordenadores? ¿O las papeleras de reciclaje de los escritorios de Antonio Muñoz Molina o de Mario Vargas Llosa?
Pero ironías aparte, es cierto que deberíamos mantener esas viejas tradiciones. Como recoger en una agenda las actividades pendientes o las citas que tenemos, y así no olvidarnos de coger un bolígrafo y usarlo, sin la comodidad de que el corrector ortográfico te recuerde que no es lo mismo “a ver cómo lo escribo” que “haber escrito”.
Poco a poco el mundo del libro electrónico se va haciendo un hueco. Ya son muchas editoriales las que comercian también con los soportes digitales porque “si no puedes con tu enemigo, únete” y las grandes librerías como La casa del Libro ya venden sus propios libros electrónicos que compiten con las mejores marcas. Pero, ¿qué hacen los escritores? ¿Tienen que condenarse a no ver sus obras en formato papel, sino únicamente un número de folios que marca el Word y que se envían a través de los correos electrónicos o que se venden sin que impriman sus obras? Supongo que a lo largo del tiempo cambiará nuestra perspectiva sobra la forma de leer libros, igual que lo han hecho la forma de mandar “cartas”, pero poco a poco porque somos muchos los que, aunque nos hayamos hecho con una de esas “máquinas electrónicas” aún preferimos el ejemplar en papel y hacer colas interminables para que su autor nos lo dedique.
Soy de la nueva generación, eso no lo pongo en duda, pero tampoco puedo negar que hay cosas que deberían mantenerse en el tiempo y que deberíamos conservar con mayor gusto y placer. Por ello yo continúo leyendo el libro en papel, apuntando datos en una agenda y escribiendo pequeños bocetos de obras futuras en un cuaderno. Y también sigo manteniendo la ilusión de que en Navidad algún amigo o familiar me mande una postal divertida y emotiva al buzón de mi casa.
amacrema
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