Viernes de glamour
Me encantan los viernes por la tarde. Y no solo porque se da comienzo oficialmente al fin de semana, sino porque es la tarde que quedo con mis amigas. Para nosotras es ya un ritual, una tradición que hemos bautizado como “tardes de glamour”. Y el título nos obliga a no descuidar ni un ápice de nuestro atuendo, maquillaje y peluquería para acudir a nuestra cita. Eso también incluye labios y uñas convenientemente pintados. No permitimos que ninguna vista con un look poco apropiado, sabemos que podremos ser bautizadas como “la fea” de la tarde.
Es por ello por lo que desde el jueves ya planeo todo lo que luciré mi “viernes del glamour”. Tal vez podría resultar como una idiotez esto del atuendo, pero bien pensado, tiene su lógica. Solo nos vemos una vez a la semana (y algunas semanas nos vemos obligadas a suspender la cita por otros compromisos) por lo que aprovechamos para hacernos cientos de fotos que progresivamente subiremos a nuestras redes sociales durante el resto de los días de la semana. Así tendremos risas hasta el siguiente viernes, recordando anécdotas de la tarde y reírnos en los días de más bajón.
Una de las anécdotas que se suelen repetir cada viernes es la guerra de cotorras que montamos en la cafetería de turno. Apenas contamos con un par de horas para ponernos al día y parece que todas tenemos millones de cosas que contar al resto, por lo que no nos queda más remedio que hablar todas a la vez con la consecuente falta de atención comunicativa que ello provoca. Pero, al fin y al cabo, nuestro asombroso cerebro nos ayuda a escucharnos a todas y estar al tanto de todas las conversaciones a lo largo y ancho de la mesa. Somos maravillosas. Me doy cuenta de que soy capaz de mantener dos conversaciones a la vez. Siempre y cuando cada una de ellas se produzca en cada uno de mis oídos. ¡Es increíble!
Sabemos que las noticias importantes deben contarse en estas reuniones. A ninguna se le ocurrirá llamar por teléfono al resto para adelantar el bombazo. Por ello, la sonrisa de Ania antes de sentarse la delató el viernes. Pidió al camarero que, aparte de los tés y cafés de costumbre, nos sirviera una tarta helada de limón especialidad de la casa. No solemos llenarnos de dulces por cuestiones obvias de salubridad e imagen. Pero un día es un día, dijo ella. Ania tenía que decirnos algo muy importante: estaba embarazada. ¿Embarazada? No pude evitar mi expresión de extrañeza. Y no por el embarazo, que eso era muy normal, sino porque me pareció excesivamente pronto. ¿Ya? ¿Madre? ¡Pero si aún eres muy joven!
Luisa pareció leerme el pensamiento. A mí y a todas las demás. Y dijo, con intención de herirnos a todas: “En realidad, los treinta años es ya una buena edad para concebir”. ¡Treinta años! Tengo que decir a mi favor que los cumplí hace tres semanas y aún no me he acostumbrado a la nueva cifra. ¡Treinta años! ¡Qué verdad más grande! Me quedé aturdida para el resto de la velada y apenas pronuncié ni una palabra más, ni al respecto del bebé ni al respecto de otra cosa. Darme cuenta de la realidad de mi edad me había dejado trastornada.
Al volver a casa no me quedó más remedio que contarle todo a Willy. A él también le pareció muy pronto, como a mí, pero en ese caso me tocó ser yo la defensora de Ania. “Ya tenemos treinta años Willy, y tal vez sea el momento de ir planteándose ciertas cosas”. Hasta yo misma me alarmaba por mis propias palabras, sin embargo, creo que mi pobre Willy se asustó. Así que tuve que zanjar aquella conversación y quedarme con la frustración de la adolescencia perdida.
Terminé el viernes por la noche viendo Toy Story y comiendo helado de chocolate. Sí, desde la misma tarrina.
Amacrema
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